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¿Quién es el verdadero maestro?

En 2017, comencé un viaje de autodescubrimiento, motivada por las dudas sobre mi profesión y el tipo de trabajo que realizaba. En ese entonces, me desempeñaba en recursos humanos, pero siempre me había cuestionado si realmente podía trabajar al servicio de las personas de una manera más profunda. Desde que terminé el bachillerato, quise estudiar psicología, pero pensé que no me proporcionaría los recursos suficientes para mantenerme, además de que no podía pagar la universidad. Al ser huérfana, tuve que aprender a valerme por mí misma, por lo que terminé estudiando ingeniería industrial de noche en un instituto técnico.

Con el paso del tiempo, la vida y mi intuición me indicaban que algo no estaba bien. Aunque me iba bien en mi trabajo, tenía un buen salario y mi carrera progresaba, sentía una insatisfacción interna. Había una tristeza latente y la sensación de que no estaba utilizando todo mi potencial para ayudar genuinamente a las personas. Durante mucho tiempo creí que lo hacía, pero, con los años, comprendí que en muchos casos, las personas terminaban siendo simples números. Recursos Humanos y los proyectos de bienestar parecían enfocarse únicamente en aumentar la productividad.

Decidí entonces emprender un viaje en busca de respuestas. Me fui a Inglaterra como voluntaria y fui asignada a un proyecto en Birmingham, la segunda ciudad más importante después de Londres. Permanecí allí durante un año, trabajando con Joana Austen y su esposo Jhon. La primera semana fue difícil, sentía que no podría manejar la responsabilidad de cuidar a Jo, de ser sus ojos, su voz, sus manos y sus piernas. Joana era una mujer con una discapacidad cerebral severa; no podía moverse, estaba en una silla de ruedas y dependía completamente de otros. Sin embargo, su mente era brillante. Sabía cinco idiomas, incluyendo el español, y había estudiado traducción y literatura inglesa. Era simplemente extraordinaria, y de alguna manera, nos cuidaba a todos en casa. A lo largo de su vida llego a tener 135 voluntarias de diferentes partes del mundo, yo fui la número 121 y la segunda latina después de una Mexicana, es decir fui la única colombiana que trabajo con Jo.

Jo se comunicaba mediante un tablero de cartón que imitaba un teclado de computadora, en el cual señalaba las letras con una luz que llevaba sujeta a una diadema. Mi tarea principal consistía en ayudarla a deletrear palabras letra por letra para quienes no sabían cómo hacerlo, además de actuar como su intérprete en muchas ocasiones, también cada mañana la ayudaba a levantarse con ayuda de una grúa pequeña que empleábamos para llevarla al baño asearla y cambiarla.

Cada vez que le comentaba sobre las largas y agotadoras jornadas laborales que solía tener, me decía: “Tienes el tesoro más valioso que alguien puede poseer: tu salud, así que cuídala”. Estas palabras calaron profundamente en mi inconsciente. Fue así que, al regresar a Colombia, lo primero que me propuse fue no volver a trabajar en condiciones tan extenuantes. Quería un cambio en mi vida. Sin embargo, el cambio no fue inmediato, y regresé a las grandes multinacionales, aunque siempre con la intención de no sobrepasar mis límites y cuidar de mi salud. Con el tiempo, esto resultó ser más complicado de lo que parecía, y decidí comenzar a formarme en otras áreas.

Inicié estudios en diferentes disciplinas: me formé como profesora de yoga, terapeuta tailandesa y empecé a profundizar en la meditación, la filosofía del yoga y el Vedanta, además de astrología.

El maestro nos ayuda a ver que la vida no está fragmentada ni rota en su esencia. El verdadero problema no es la vida misma, sino cómo la percibimos. Nos guía para entender que nuestros miedos, ansiedades y dificultades surgen cuando intentamos forzar la realidad para que se ajuste a nuestras limitadas expectativas. El gurú nos recuerda que el verdadero aprendizaje comienza con la aceptación de la vida tal como es, y que en esa aceptación reside la paz.

Un maestro auténtico enseña el arte de vivir. Nos muestra lo que es realmente importante a través de su propio ejemplo y coherencia. Jo, a pesar de su discapacidad, fue una mujer profundamente devota, siempre asistía a misa los domingos y tenía una gran pasión por el aprendizaje. Aunque dependía completamente de las voluntarias, jamás la escuché quejarse de su situación. Tenía un gran sentido del humor y disfrutaba de la música clásica, el teatro y juegos de estrategia como el Mahjong y el Scrabble. También amaba viajar y nunca dejó de aprender.

A Jo le debo una gratitud infinita, porque me enseñó a vivir como una buena karma yogui, aceptando los desafíos que la vida me presenta cada día. Confronto y asimilo estos desafíos, apoyada por lo que he aprendido en Vedanta, una filosofía ancestral que nos habla del autoconocimiento. Aunque no pueda evitar la enfermedad o las dificultades, lo que sí está en mis manos es la actitud que adopto frente a estos retos.

A lo largo de los años de práctica y enseñanza, comprendí que, después de todo, no había maestro más importante en mi vida que Jo (así le decíamos cariñosamente). Esto me llevó a recordar las enseñanzas del gran maestro Krishnamacharya. Gracias a él, hoy en día conocemos el yoga tal como lo practicamos. Krishnamacharya nunca aceptó que lo llamaran gurú o yogui. Este sabio, casi legendario, siempre fue reconocido como un acharya, un término que va más allá del simple concepto de maestro o profesor. Un acharya es aquel que no solo ha acumulado conocimiento, sino que vive plenamente de acuerdo con sus enseñanzas. Un verdadero maestro o gurú no es solo un instructor de técnicas o posturas; su misión es mucho más profunda. La palabra gurú en sánscrito significa “el que disipa la oscuridad”, y esta oscuridad es la ignorancia: el desconocimiento de nuestra verdadera esencia, nuestras capacidades y la realidad que nos rodea.

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